El Boletín de recursos de información del Centro de documentación Hegoa vía e-mail es una propuesta de distribución de documentación en formato electrónico a los agentes sociales de la cooperación internacional de la CAPV. Cada número ofrece información básica sobre un tema destacado, del que se reseñan recursos de documentación actualizados, así como una sección fija de recursos sobre cooperación internacional.
Indice: Tema central :: Referencias
Resumen: Se plantean, desde el punto de vista de la ciudadanía europea, las implicaciones de la aprobación de la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión entre la Unión Europea y Estados Unidos. Para ello se sitúa a la ATCI en el contexto de otros acuerdos internacionales suscritos por la UE, particularmente la Organización Mundial de Comercio y el reciente precedente del Acuerdo Económico y Comercial Global con Canadá. Y se concluye que supone un importante nuevo paso en la consolidación y profundización de la globalización neoliberal, un terreno de juego favorable a la empresas transnacionales en detrimento de la mayoría social.
Palabras clave: Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, AECG, ATCI
Keywords: European Union, United States, Canada, CETA, TTIP
Sin que gran parte de la ciudadanía sea consciente de ello, la Unión Europea (UE) suscribe con secretismo numerosos acuerdos internacionales que profundizan la globalización neoliberal. En efecto, la Unión Europea ha firmado en septiembre de 2014 el Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG) con Canadá, y desde 2013 está negociando con Estados Unidos la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ATCI) y un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Japón. Y, con parecido o aún mayor grado de desconocimiento general, desde 2012 negocia un Acuerdo sobre Comercio de Servicios (ACS) con 22 países y ha suscrito la revisión del Acuerdo sobre Contratación Pública (ACP), que está en vigor desde abril de 2014.
Todos esos tratados internacionales tienen una característica común: van más allá de lo acordado en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Y eso es tanto como decir que profundizan en la construcción de ese terreno de juego económico cada vez más favorable a las empresas transnacionales (ETN) y grandes grupos financieros que es la globalización neoliberal.
1. Más allá de la Organización Mundial de Comercio
La creación de la OMC en 1995 fue un gran hito en el camino hacia la construcción de un mercado único mundial a medida de las ETN, lo que no es de extrañar ya que sus estatutos se redactaron en la Ronda Uruguay (1986-94), en pleno apogeo del neoliberalismo. Por eso, sus reglas de juego suponen un gran avance en la liberalización del comercio internacional de mercancías –salvo para los productos agrícolas– y de servicios –con la notable excepción de las migraciones internacionales–, al tiempo que protegen más la propiedad intelectual. Favorecen así la irrupción de las multinacionales en territorios antes vedados y la ampliación de lo mercantil, de aquello que es objeto de negocio, privatizando lo que antes era de dominio público. Y además esas reglas de juego están respaldadas por un eficaz sistema de solución de diferencias que permite sancionar a un estado si las incumple, capacidad de la que no goza ninguna otra organización económica de ámbito mundial.
Sin embargo, aunque sigue resultándoles muy útil, la OMC no logra avanzar en la realización del proyecto neoliberal al ritmo que desean sus principales beneficiarias, las ETN. En Seattle fracasó en 1999 el lanzamiento de la que iba a denominarse ronda de negociaciones del milenio, que, en un ambiente de potente protesta contra la mercantilización del mundo en lo que supuso la presentación pública del movimiento altermundista, sucumbió ante el bloqueo por parte de algunos países del Sur económico. Y la Ronda de Doha, que comenzó en 2002 con la intención de concluir en tres años, se ha devaluado con la exclusión de los nuevos temas que pretendían incluirse en la OMC –inversión, compras del sector público y política de competencia– tras el fracaso de la cumbre de Cancún en 2003. Y se eterniza sin que se atisbe su fin, a pesar de algún pequeño progreso reciente.
En este contexto, para completar la labor de la OMC avanzando en el diseño de un terreno de juego todavía más favorable para las ETN, los gobiernos del Norte impulsan acuerdos que incluyen una regulación reforzada de los asuntos ya abordados por la Organización Mundial de Comercio, que se han llamado OMC-plus, y/o de otros temas todavía no regulados por esa organización, denominados OMC-extra. Con ello, las economías del Norte tratan de exportar sus regímenes reglamentarios sobre los más diversos aspectos, si bien su interés se centra en la política de competencia, los derechos de propiedad intelectual y la inversión extranjera (OMC, 2011).
En primer lugar, las potencias del Norte se lanzaron desde los años 90 a suscribir TLC con países y grupos regionales del Sur. Su primer y más notable resultado fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA por sus siglas en inglés), firmado en 1994 por Estados Unidos, Canadá y México. Luego han venido otros muchos que han seguido el mismo modelo, aunque en el caso de la Unión Europea se encubran bajo el nombre de acuerdos de asociación. A este fenómeno se le ha llamado regionalismo abierto, dando a entender que es un avance parcial en la integración de mercados compatible con la vía multilateral de la OMC. Pero no deja de ser una imposición de marcado carácter neoliberal de las economías del Norte sobre las del Sur, dada la asimetría de poder negociador que existe entre las partes que suscriben los acuerdos (Bidaurratzaga y Zabalo, 2012). Con algunas variantes, todos estos TLC incluyen asuntos OMC-plus, como la liberalización del comercio internacional de servicios y la mayor protección de los derechos de la propiedad intelectual, y OMC-extra, como la liberalización y protección de la inversión extranjera, la apertura de las compras del sector público a las empresas extranjeras y la política de competencia.
Más recientemente las economías del Norte han abierto dos nuevos frentes para ir más allá de la OMC. Por un lado, promover acuerdos sobre temas específicos, y por otro lado, impulsar tratados megarregionales (Rosales et al., 2013; Bouzas y Zelicovich, 2014).
Así, en 2006 Estados Unidos y Japón impulsaron el Acuerdo Comercial contra la Falsificación, más conocido por su acrónimo en inglés, ACTA (Anti-Counterfeiting Trade Agreement). Aunque su nombre no lo sugiere, este acuerdo refuerza la protección de la propiedad intelectual mucho más allá de la proporcionada por la OMC mediante el ADPIC (Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de la Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio). De hecho, además de combatir los productos falsificados, se centra en defender los derechos de autor en el entorno digital –internet–, incluyendo disposiciones civiles, para compensar los daños y perjuicios ocasionados, y penales, tanto para personas físicas como jurídicas, con posibles sanciones pecuniarias y/o penas de prisión. En 2011 suscribieron el ACTA en Tokio sus impulsores, la Unión Europea y 22 de sus países miembros, y cuatro economías del Sur. Pero no ha entrado en vigor porque de momento solo lo ha ratificado Japón y hacen falta otras cinco ratificaciones para ello. Ahora bien, tras su rechazo por el Parlamento Europeo en 2012, parece poco probable que lo haga en los próximos años.
Por otra parte, desde 2012, las economías del Norte y 17 países del Sur están negociando un Acuerdo sobre Comercio de Servicios (ACS, o TISA en inglés) compatible con el Acuerdo General sobre Comercio de Servicios (AGCS) que forma parte de la OMC. El ACS avanza rápido, porque para finales de 2014 ya se han celebrado diez rondas de negociación, y cuando culminen proporcionará mayores facilidades para que las multinacionales que prestan servicios se hagan con nuevos mercados. Y en abril de 2014 ha entrado en vigor la revisión y ampliación del Acuerdo plurilateral[1] sobre Contratación Pública (ACP), que funciona en el seno de la OMC y cuenta entre otros con la participación de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Esto supone un mayor acceso para las empresas extranjeras al importante mercado de las compras y contratos del sector público, que representan entre el 10% y el 15% del PIB.
Y por lo que a tratados megarregionales se refiere, además de la ATCI, se negocia el Acuerdo Transpacífico. Más conocido por su denominación en inglés –Trans-Pacific Partnership (TPP)–, Estados Unidos lo negocia desde 2010 con Perú, Australia, Nueva Zelanda, Brunei, Singapur, Malasia y Vietnam, a los que se han sumado Canadá y México en 2012 y Japón en 2013. Al igual que en la ATCI y el AECG, la principal novedad del TPP reside en que es un tratado de libre comercio suscrito por varias potencias del Norte económico, aunque en este caso también participen países del Sur.
2. El precedente del Acuerdo Económico y Comercial Global con Canadá
El Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG) suscrito por la Unión Europea y Canadá y a menudo conocido por su acrónimo en inglés, CETA, constituye un interesante precedente del ATCI. El AECG contiene numerosas previsiones OMC-plus y OMC-extra, entre las que destaca un extenso apartado sobre protección de la inversión extranjera. Y este incluye un mecanismo de solución de controversias inversor-estado –a veces mencionado mediante sus siglas, SCIE; o en inglés, ISDS– que remite al arbitraje en instancias supranacionales. Un detalle deja bien claro la importancia que se le asigna a esta cuestión: aunque una de las partes denunciara el AECG y éste dejara de estar en vigor, todo lo referido a la protección de las inversiones extranjeras seguiría plenamente vigente otros 20 años (Eberhardt et.al., 2014).
Para comprender la novedad que supone la inclusión de sistema de SCIE en el AECG, conviene tener presente dos cuestiones. En primer lugar, que el poderoso sistema de solución de diferencias de la OMC solo permite las demandas entre estados, no de una empresa a un estado. En segundo lugar, que salvo los firmados con algunos países del Este, normalmente durante los años 90, y en el caso de Alemania con Grecia y Portugal antes de su entrada en la UE, hasta ahora ningún país europeo ha suscrito tratados de inversión con otra economía del Norte. Pero ahora lo hace la Unión Europea en nombre de sus 28 estados miembros, debido a que en virtud del el Tratado de Lisboa ostenta esa competencia. Y fuera de Europa solo hay otra excepción, el Tratado de Libre Comercio de Norte América[2]. Eso significa que, con la notable salvedad del TLCAN, las economías del Norte han venido considerando hasta ahora que sus sistemas judiciales eran lo suficientemente fiables como para no tener que establecer medios alternativos para resolver disputas entre inversores extranjeros y estados receptores de la inversión. Y que, en cambio, es la falta de confianza en los aparatos judiciales de las economías del Sur y del Este la que aconseja proteger a los inversores extranjeros mediante acuerdos de inversión que contengan la posibilidad de plantear demandas inversor-estado ante instancias supranacionales de arbitraje.
En este sentido, el AECG con Canadá ha abierto la puerta para que la Unión Europea también contemple un mecanismo de solución de diferencias inversor-estado en la ATCI con Estados Unidos, como así ha ocurrido. Pero es que, además, aunque la ATCI no incluyera un SCIE o no llegara a ser aprobada y/o ratificada, el propio AECG permite a las ETN estadounidenses demandar a la Unión Europea o sus estados miembros a través de las filiales que prácticamente todas ellas tienen en Canadá. Y es que, con el AECG, incluso las empresas de origen europeo pueden demandar a la UE o sus estados miembros desde sus filiales canadienses (Eberhardt et al., 2014).
Debido al alcance que tiene la inclusión de mecanismos de solución de controversias inversor-estado en el AECG y en la ATCI, la Comisión Europea se ha sentido obligada a justificarla. Así, en diciembre de 2013 publicó una nota en la que responde a las criticas recibidas desde el Parlamento Europeo, organizaciones de la sociedad civil y algunos estados miembros (Khor, 2014). Sin embargo, aun reconociendo algunas pequeñas mejoras, el mecanismo incluido en el AECG no resuelve ninguna de las grandes objeciones dirigidas al arbitraje internacional para dirimir demandas inversor-estado (Bernasconi-Osterwalder y Mann, 2014; Maes, 2014). Y en 2014 ha organizado una Consulta pública en línea sobre la protección de los inversores en la ATCI, que ha concluido en julio. Actualmente solo se conocen unos resultados preliminares sobre el número de respuestas –cerca de 150 mil, 569 de ellas de organizaciones de la sociedad civil– y su reparto entre países, entre los que destacan el Reino Unido, que acumula cerca del 35%, Austria y Alemania, que suponen en torno al 22% cada uno. Esta enorme concentración de las respuestas en tres países es reflejo de la escasísima relevancia que ha tenido el asunto en el resto, máxime cuando en mayo se han celebrado elecciones al Parlamento Europeo. En todo caso, como señala Van Harten (2014), la Comisión Europea no plantea la pregunta esencial: ¿por qué es necesario el arbitraje inversor-estado en el AECG o la ATCI?
3. El arbitraje inversor-estado beneficia a las empresas transnacionales
La creación de un régimen jurídico especial para proteger a los inversores extranjeros los sitúa por encima de los inversores locales, obligados a recurrir al sistema judicial de su país, y los equipara con los estados, que se ven obligados a defenderse de sus demandas en instancias supranacionales, donde pueden ser condenados a pagar indemnizaciones multimillonarias. Esto es parte de la armadura jurídica del capitalismo global, construida a favor de las ETN. En ella, la nueva lex mercatoria –contratos, normas de comercio e inversiones multilaterales, regionales o bilaterales, y resoluciones de tribunales de arbitraje– que regula los derechos de las ETN es imperativa, coercitiva y ejecutiva. En cambio, sus obligaciones remiten a ordenamientos nacionales sometidos a la lógica neoliberal, a un Derecho Internacional de los Derechos Humanos muy frágil y a una Responsabilidad Social Corporativa voluntaria, unilateral y sin exigibilidad jurídica –derecho blando (Hernández Zubizarreta, 2014).
Posibilitar que los inversores extranjeros pudieran demandar directamente a los estados que los acogen ante instancias supranacionales de arbitraje ha sido una aspiración de las ETN desde hace décadas, que cuando ha contado con el apoyo de los gobiernos del Norte se ha convertido en realidad. De hecho, la idea ya la plasmaron por escrito un empresario alemán y otro británico en 1959 en lo que se conoce como Convenio Abs-Shawcross por sus respectivos apellidos. Ese texto fue utilizado como borrador y hecho circular por la OCDE desde 1962, siendo su resultado final el Convenio de la OCDE sobre Protección de la Propiedad Extranjera, publicado en 1967 (Lowe, 2007: 13-16). De ahí pasó a formar parte de un creciente número de tratados bilaterales de inversiones y recibió un gran espaldarazo bajo el dominio del ideario neoliberal transformándose en un elemento esencial del Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI). Porque, aunque el AMI se negoció en secreto en el seno de la OCDE entre 1995 y 1998 y nunca llegó a entrar en vigor[3], su contenido se refleja en los TBI y otros acuerdos internacionales que incluyen previsiones sobre inversión, como el AECG o la ATCI. Y también se copia el secretismo, aunque solo de cara a la ciudadanía, porque las grandes empresas y sus lobbies participan activamente en la negociaciones (Wallach, 2013; Bizzarri, 2013; Kucharz, 2014).
Por eso no debe extrañar que esos acuerdos sobre inversiones favorezcan a las ETN. Para ello establecen normas de trato nacional –no se puede exigir al inversor extranjero más que al local–, nación más favorecida –ningún inversor externo puede recibir mejor trato que otro–, de manera que si en otro acuerdo hay una norma más favorable para el inversor se puede aplicar, y trato justo y equitativo, que requiere un escenario legal estable y compatible con las expectativas del inversor extranjero. Esta última cláusula es la que más se ha utilizado para conceder indemnizaciones multimillonarias a los inversores demandantes. Y también protegen al inversor frente a la expropiación, directa o indirecta, y garantizan la repatriación de beneficios (Malig, 2013; Hernández Zubizarreta, 2014).
Y, sobre todo, esos acuerdos permiten las demandas inversor-estado en instancias de arbitraje supranacionales, como el CIADI (Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones), dependiente del Banco Mundial. Estos litigios los resuelven paneles de tres expertos, que también suelen intervenir en otros casos como defensores o consultores, y que en su mayoría están ligados a grandes bufetes de abogados y a menudo relacionados con empresas multinacionales o fondos de inversión, provienen de países del Norte y muestran un marcado sesgo a favor de los inversores demandantes. De hecho, el estado demandado puede no perder, pero nunca gana, dado el alto coste de los procesos. Y la mera amenaza de tener que afrontar grandes sanciones económicas limita la soberanía de los estados para adoptar medidas de política económica en favor de su ciudadanía o el medio ambiente (Eberhardt y Olivet, 2012; Olivet y Eberhardt, 2014).
4. La Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión
Dado el secretismo reinante, se desconoce el contenido detallado de las negociaciones de la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión, que ya van por su séptima ronda. Y hasta octubre de 2014 la Unión Europea no ha hecho público ni siquiera el mandato negociador, que data de junio de 2013. No obstante, gracias a ciertas filtraciones y la información publicada se puede señalar que los cuatro grandes ejes de la ATCI son la armonización normativa, la rebaja de las barreras para el comercio de mercancías, un marco favorable para la privatización de los servicios, y un nuevo marco jurídico de relaciones entre empresas y estados (Akhtar y Jones, 2014; Fernández y Hernández, 2014).
Ambas partes coinciden en señalar a la armonización de las normativas sobre comercio e inversión como el núcleo central de las negociaciones, a fin de eliminar obstáculos a las empresas para el desarrollo de sus negocios. En principio aquí chocan la mayor exigencia de la normas estadounidenses sobre el sector financiero con la más laxa normativa europea, así como los más elevados estándares europeos en materia laboral, social y ambiental frente a la menor protección norteamericana en estos ámbitos. Y eso hace temer que el resultado de las negociaciones sea en casi todos los casos a la baja, facilitando el negocio privado en detrimento de los derechos de la mayoría social. Además se pretende crear una estructura bipartita de carácter estable que pueda pedir modificaciones legislativas cuando considere que perjudican a la actividad empresarial. Esto supone dejar la puerta abierta a una suerte de negociación perpetua, a través de la cual los lobbies empresariales condicionen la actividad legislativa de EEUU y la UE (Bizarri, 2013; Defraigne, 2014; Elorrieta, 2014).
Respecto al acceso a los mercados de bienes, además de profundizar en las rebajas de unos aranceles que ya son muy pequeños, salvo en agricultura, las negociaciones se centran en la supresión de barreras no arancelarias. En este sentido, cuestiones como las denominaciones de origen y ciertos aspectos de la política agrícola común resultan controvertidos. Y es razonable pensar que la UE pueda realizar algunas concesiones a cambio de otras de EEUU, y que posiblemente favorezcan más a las poderosas ETN del agronegocio que a la legítima aspiración de avanzar hacia la soberanía alimentaria (Trouvé, 2014).
Sobre la liberalización del comercio internacional de servicios, cabe destacar que no se excluyen los servicios públicos, y que entre los motivos de controversia también se encuentran los servicios financieros y los audiovisuales. Además, hay otros temas relacionados, como el comercio electrónico y digital, en los que la sombra del ACTA acecha, temiéndose que retorne por la puerta de atrás gracias a la ATCI. Y algo parecido puede pasar con los contratos y compras del sector público, que Estados Unidos pretende profundizar más allá del recién renovado ACP (Vander Stichele, 2013; Akhtar y Jones, 2014).
Por último, sobre el nuevo marco de relaciones entre empresas y estados ya se ha comentado antes la asimetría existente entre la poderosa lex mercatoria o derecho corporativo global –derecho duro– y la debilidad de las políticas públicas, los derechos humanos y la responsabilidad social corporativa –derecho blando–, que garantiza la seguridad jurídica de las ETN en detrimento de la inmensa mayoría social. Así, si al sistema de solución de controversias inversor-estado se le añaden otros aspectos de la ATCI como la estructura bipartita que vela por la armonización normativa, se dibuja un panorama en el que decisiones de enorme importancia quedan en manos privadas, muy lejos de los mínimos democráticos.
Como en otras ocasiones[4], el lanzamiento de las negociaciones de la ATCI ha venido acompañado de diversas investigaciones sobre los beneficios netos que cabe esperar de la consecución del acuerdo, ya que se parte del supuesto de que cuanto más avance la liberalización mayor crecimiento económico habrá. Por eso, tanto el estudio encargado por la Unión Europea (Francois, 2013) como el realizado por la fundación Bertelsmann (Felbermayr et al., 2013) coinciden en que la mayor parte del efecto positivo sobre el crecimiento inducido por la ATCI en sus miembros provendrá de la supresión de barreras no arancelarias a través de la armonización normativa y muy poco de la eliminación de aranceles, dado su bajo nivel promedio.
No obstante, el estudio fundación Bertelsmann también prevé un reforzamiento de las relaciones del Reino Unido con EEUU en detrimento de su relación con el resto de la UE, así como una reducción de los intercambios de los países periféricos de la UE con Alemania, lo que en conjunto supone un descenso de la parte del comercio intraeuropeo (Felbermayer et al., 2013; Hübner, 2014). Y más drástico es el resultado al que llega otro estudio basado en diferentes supuestos. De acuerdo con Capaldo (2014), en un contexto de prolongada austeridad y bajo crecimiento, la ATCI conducirá a una reducción de las exportaciones netas y a pérdidas netas en el PIB. Además supondrá más rebajas en los ingresos de las personas asalariadas y pérdida de empleos, reforzando la tendencia a la reducción de la participación de los salarios en el PIB y, con ello, impulsando un aumento de la desigualdad en la distribución de la renta. Y todo eso llevará a debilitar la recaudación de impuestos, incrementando el déficit público y provocando más inestabilidad financiera. En resumen, Capaldo pronostica desintegración europea, desempleo e inestabilidad.
Tampoco hay acuerdo en los efectos de la ATCI sobre el resto del mundo. El estudio de la UE estima que será positivo (Francois, 2013). En cambio, el de la fundación Bertelsmann apunta que una liberalización profunda que incluya la supresión de barreras no arancelarias tendrá efectos negativos en las economías con mayor relación comercial con EEUU y la UE, como Canadá, México, Japón, Australia, Chile o Noruega (Felbermayer et al., 2013). Y Messerlin (2014) considera que las economías que no han suscrito un TLC con Estados Unidos y/o la Unión Europea, entre las que destacan China, Japón, Brasil, Rusia y la India corren serios riesgos de afrontar pérdidas significativas.
Sin entrar a valorar la verosimilitud de esos estudios econométricos, queda claro que un acuerdo transatlántico necesariamente ha de tener importantes efectos, tanto sobre las economías firmantes como sobre el resto del mundo, y que no todos van a ser positivos en términos macroeconómicos. Pero mucho más relevante resulta el hecho de que las reglas de juego económico que se pretenden establecer están conscientemente diseñadas para favorecer todavía más a las ETN y no a la mayoría social, europea, estadounidense o de cualquier otro país. Además, esas reglas de juego de carácter marcadamente neoliberal una vez plasmadas en acuerdos internacionales vinculantes resultan muy difíciles de revertir, condicionando seriamente la futura aplicación de otro tipo de políticas económicas favorables a las mayorías sociales. En este sentido profundizan pero también consolidan la globalización neoliberal. Por eso se negocian en secreto y se sitúan al margen de los controles democráticos habituales.
Por eso también, en la medida de que la ciudadanía y las organizaciones de la sociedad civil van siendo conscientes de lo que realmente está en juego con el AECG y la ATCI, surgen iniciativas para detenerlos, como el Manifiesto ¡NO al TTIP! Las personas, el medio ambiente y la democracia antes que los beneficios y los derechos de las corporaciones o el Mandato de Comercio Alternativo. Y hay antecedentes como las paralizaciones del AMI y del ACTA que permiten un cierto optimismo, dadas las similitudes. De hecho, el ACTA fue rechazado por el Parlamento Europeo tras una campaña ciudadana denunciando su negociación en secreto, carente de control democrático pero con activa participación de las ETN y los lobbies empresariales, y la amenaza que suponía para la libertad de expresión y la privacidad de las comunicaciones. Pero de esos ejemplos también hay que extraer otra lección: no se puede bajar la guardia, porque los promotores de esos acuerdos tienen muchos medios y no cejan en su empeño hasta introducir sus contenidos en otros tratados internacionales.
[1] En la jerga de la OMC se califica como plurilateral a un acuerdo que no han suscrito todos sus miembros. Se contrapone a lo multilateral, que indica su asunción por todos los miembros de la OMC.
[2] Téngase en cuenta que en diciembre de 2014 están en vigor 2.111 tratados bilaterales de inversión y otros 274 acuerdos internacionales que contienen previsiones sobre inversión (UNCTAD, base de datos sobre acuerdos internacionales de inversión).
[3] En su fracaso resultó decisivo el que, tras ser filtrado por organizaciones ciudadanas, su contenido resultara inaceptable para la opinión pública de varios países del Norte, e incluso para algún gobierno de la OCDE como Francia. A ello hay que sumar el impacto de la crisis financiera asiática desatada el verano de 1997, en cuyo origen se encontraba la liberalización indiscriminada de los movimientos de capital.
[4] Por ejemplo, con motivo del AECG entre la UE y Canadá, ambas partes realizaron un estudio conjunto que adelantaba los beneficios netos que la firma de dicho acuerdo iba a proporcionar tanto a la Unión Europea como a Canadá (Comisión Europea y Gobierno de Canadá, 2008).
(Autor: Patxi Zabalo miembro de Hegoa, Instituto de Estudios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional. Universidad del País Vasco. UPV/EHU)
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